sábado, 18 de septiembre de 2010

Los polvorones empachan

Hace ya bastantes años, unas Navidades en las que aún esperaba encontrar un paquete a mi nombre bajo el árbol, me empaché. Durante toda la noche, mientras los mayores hablaban de cosas que no entendía, arrasé con los polvorones, mazapán, frutos secos y demás abominables alimentos que sacamos de la despensa sólo para esas fechas. Recuerdo que pasé una de las peores noches de mi infancia inclinado sobre la taza del inodoro. No sé si alguno de vosotros ha vomitado mazapán, pero os aseguro que es una experiencia agónica. El vómito se vuelve dulzón, pero es tan denso que la sensación de asfixia es brutal. Intenté no hacer ruido, ser sigiloso, pues mi mente infantil creía que mis familiares podían pensar que estaba borracho. Uno de mis tíos había insistido ante la negativa de mis padres en que tomara una copita de pacharán, porque ya tenía 12 años. La verdad es que el primer sorbo me encantó y contuve mis facciones para demostrar que no me impresionaba el sabor del alcohol. Bebí aquella copita a sorbos lentos ante la complacencia de mis familiares excepto de mi padre, que me miraba severo augurándome un futuro de decadencia y alcoholismo. Frente al inodoro no podía pensar en otra que en no darle la razón a mi padre y en no asfixiarme. No he vuelto a probar los polvorones.

Quizás es un problema de personas con tendencia al extremo. Podemos hacer algo casi mecánicamente pareciéndonos lo más normal hasta que alguien nos de un toque cordura. Así fue este verano, llevado a un exceso demasiado peligroso. Después de tanto frecuentar el abismo sólo hay dos vías, caer en él o alejarse buscando algo de sensatez y cordura. Tras dos semanas de vicio en todas sus vertientes, decidimos pasar unos días en Menorca, icono del relax y la quietud. Las playas de la isla Balear son lo más parecido al Caribe que existe en el Mediterraneo y seguramente mucho mejores que aquellas. Entre la oferta playera destacan las nudistas, pequeñas calitas frecuentadas por hippies poco aficionados a la depilación y invadidas del dulzón olor del hachís.

En Macarelleta conocimos a Jan y Sonia. He de reconocer que la chica me volvió loco. Era bajita, con poco pecho, un coño que parecía gritar que lo comieran y un culo duro y menudo. Lo que me alucinó fueron sus gruesos labios del mismo color rosado que su coño. No podía para de mirarla e imaginar mi polla dentro de su garganta. No recuerdo como comenzamos a hablar, creo que fue algo tan inocente como pedirnos la hora, no sé. Lo cierto es que sin darnos cuenta la conversación se enredó deliciosamente. Es curioso como se olvida la desnudez cuando transcurren unos minutos de charla, aunque como decía Berlanga no dejaba de mirar a Sonia deseando vestirla lentamente.

Aunque estábamos en nuestra semana de desintoxicación sexual no pude evitar desear locamente a Sonia. Los ojos de Maria se habían fijado en la polla de Jan, vi como se esforzaba para no mostrar como su coño deseoso había empezado a mojarse. La polla de Jan no era para menos. Muy gruesa, morena, con el glande descubierto de un color morado que contrastaba viciosamente contra la negruzca piel de la polla. A pesar de intentar llevar la conversación a un tema sexual que nos acercara a pasar una noche golfa, las horas pasaron sin la más mínima insinuación. Todo transcurrió dentro de la más solemne normalidad. Cuando la playa empezaba a quedar vacía conseguimos arrancar una cita para la cena de esa noche. No todo estaba perdido.

María se arregló para la ocasión. No es fácil seducir cuando ya te han visto desnudo. Para seguir con la costumbre del verano, María dejó el tanga en la habitación y salimos hacia el restaurante acordado envueltos en una nube de perfume y aftersun. Antes de que llegara el primer plato habíamos tomado una botella de cava. Estaban absolutamente deseables, y a diferencia de nuestra jornada playera, la conversación se deslizaba con mayor normalidad hacia el morbo y el sexo. Sonia vestía de blanco y podía ver sus pezones morenos a través del tejido. Jan, con un pantalón de lino, a duras penas podía ocultar la monstruosa polla que mi mujer quería meterse en el coño. Una botella de vino más tarde y mediado el segundo plato creí llegar el momento:
- Somo liberales, una pareja liberal.
Mi afirmación no pareció alterar para nada la plácida y alcohólica sonrisa de Sonia.
- A nosotros también nos gusta el nudismo, somos de izquierdas y algún porrito fumamos...
Por lo visto no utilizábamos la mismo acepción de la palabra. Tras un trago y con la complicidad de la mesa añadí.
- Somos swingers, nos gusta hacer intercambio con otras parejas, los tríos... en fin, jugar.
Jan sonrío y Sonia carcajeó sin disimulo. Su respuesta me dejó atónito.
- Genial, nosotros no, no nos atrae.
A continuación cargó un tenedor con su rissotto y la velada continuó. Sin aspavientos, sin sorpresa, con una normalidad tan extraordianaria que nos quedamos en fuera de juego. A esas alturas de la velada, no dudábamos de que eran "de los nuestros". Pero no. Estuvimos juntos hasta las cuatro de la mañana. Nos preguntaron por nuestras experiencias, por nuestras sensaciones y reían satisfechos de saberse deseados, pero nada alteró su conducta.
Lo pasamos tan bien que casi no echamos en falta follar con ellos. Durante los siguientes tres días estuvimos juntos en la playa, cenando y de copas. Creo que nunca hemos estado tanto tiempo viendo a una pareja desnuda sin haber follado con ellos. Cuando se marcharon nos sentimos hasta tristes aunque no pudimos evitar un sentimiento de decpeción por no haber podido llegar a más.

No cabe decir que todas esas noches cuando María me comía la polla, no era a mí quien chupaba, sinó el pollón de Jan. Cuando yo le metía la polla con fuerza a María, no era su coño el que follaba, Sonia estaba en mi mente. Así era y así nos lo susurrábamos al oido, con la esperanza de que el día siguiente fueran nuestros compañeros de cama.

La negativa de Jan y Sonia, tan normal, tan serena, fue un sobresalto para nosotros. Después de pasar las semanas anteriores prácticamente sin desear a nadie y obtenerlo, nos encontrábamos con lo contrario. El deseo incumplido, el que te hace perseverar. Una vez ya en casa hemos vuelto a una normalidad que asusta. Solos Maria y yo. Quizás la sensación de la adicción al sexo, del descontrol y la sexualidad desmedida necesitaba de unas dosis de convencionalidad. Gracias Sonia y Jan, dicen que el mejor sorbo de tequila es el que tomas después de estar interno en una clínica de desintoxicación. Y es que como los polvorones, los polvos también empachan.

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