sábado, 27 de septiembre de 2014

Boda pederasta

Siempre he tenido vocación de abuelito. Eso de llevar al nieto a los columpios y comprarle chuches me parece de lo más tierno. Pobre de aquel que no haya podido vivir esa sensación de felicidad plena volando en un columpio, insistiendo al abuelo para que te lleve más y más arriba. Detrás de esa imagen bucólica, no os quepa la menor duda, hay una parte egoísta del abuelo en cuestión. Pocas oportunidades se le presentan a un jubilado en el tiempo de descuento de ver una mejor colección de jóvenes mamis de mirada cómplice con el esforzado yayo. El abuelo, entre empujón y empujón al columpio, no pierde la oportunidad, como el viejo cazador que es, de mirar una nalga, un pecho, o, en una tarde de gloria, unas braguitas mostradas en un descuido. Las mamis bajan la guardia de su arduo trabajo entre semejantes o entre abuelos. No lo olvidéis.
Desgraciadamente para ser abuelo no queda otra que ser padre antes, siempre que no lo remedie algún visionario de la tecnología, aunque tras la muerte de Steve Jobs me cuesta imaginarlo. No tengo espíritu de sacrificio y tengo un punto egoísta que me mantiene lejos de esa responsabilidad. Estas, entre otras cuestiones son las que me mantienen sin hijos, o para se más correctos, en la ignorancia de la paternidad. Cualquier hombre puede ser padre sin saberlo y, como desgraciadamente no todos pasamos por el Sálvame Deluxe, muchos permaneceremos ignorantes de nuestra condición de papis. 

Otro de lo motivos que mantiene a mis espermatozoides como un ingeniero en paro (sin ejercer para lo que se han preparado) es la emancipación brutal de las niñas. Por un lado me estremezco, por otro lado me lamento de no haber nacido en esta gloriosa época en que los niños follan antes de saber conducir. En mi época era al revés, sin coche era difícil llegar a la meta. Me pongo en el papel de esos padres que ven a la niñas salir de casa con los shorts que han agitado las calles este verano y me entran sofocos. A eso viene esta introducción. Este verano pude comprobar ese furor femenino. Aún me dura la resaca emocional.
De las mejores noticias que puedes recibir en verano está la invitación a una boda familiar. Rompe tus planes, olvídate de las playas y las aventuras. Un pariente ha decidido aprovechar las vacaciones para que todo el mundo pueda acudir a su día más especial. El quince de Agosto, marcado en el calendario con rotulador fosforito, amenazaba desde hacía meses. Una de las primas de Maria, de igual nombre, aprovechaba la singular fecha para celebrar una boda de alto copete. Resignado me dispuse a cambiar mis vacaciones anuales por el honor de ser participe de tan alto honor. Maria estaba alterada, esa parte de la familia, adinerada y de alta reputación entre la burguesía de Barcelona, requerían de todo un protocolo fácilmente traducible por aburrimiento. Desde semanas antes a la boda me insistió en que me controlara con bebida y demás. La Maria que me iba a acompañar a la boda dista mucho de la Maria que convive conmigo: debía ser remilgada, abstemia, sobria y cortés con todo el mundo. Yo acepté el trato y me dispuse a actuar como un galán de culebrón hasta la cena. Allí tendría libertad condicional para intentar pasar un buen rato.
Sin avisar a Maria me preparé una petaca de Jagger y aparcados en la calle, antes de llegar a la iglesia, me pegué el primer trago. Mi chica me miró indignada pero, en vez de regañarme, me quitó la petaca y le dio un buen trago al licor de los cazadores. Antes de guardarla en la americana di otro buen sorbo. En ese momento vi por la ventana de Maria como una chica de unos dieciséis años, vestida con un sobrio vestido gris, me miraba por encima del hombro, arqueando una ceja en un gesto de desaprobación que me hizo guardar la petaca apresuradamente. La chica giró el cuello y siguió caminando. Sin duda el arreglado pelo, perfectamente planchado y brillante, recién salido de la peluquería, los zapatos de tacón y el bolsito a juego la definían como invitada a la misma boda. 
Salimos del coche y Maria inició un carrusel de saludos, besitos al aire, gimoteos, falsas añoranzas y reconocimientos mutuos de belleza con amigas y familiares. Yo me limité a poner el piloto automático estrechando cuantas manos se me ponían por delante y añorando mi petaca de licor. Tan cerca tan lejos como tituló Wim Wenders una de sus películas. Conforme nos acercábamos a la puerta de la iglesia el parentesco aumentaba en proximidad. Abuelos, hermanos, primos y la hermana de la novia. Cristinita, quince años de tontería, mojigatería y pijerío embutidos en un horrible vestido rosa que la hacía parecer un chicle de fresa mal masticado. Por todas partes le salían brotes de carne magra, como si fuera una morcilla echada al fuego a punto de explotar. Como se puede tener esa edad y ser así de desparramada? A su lado su antítesis. La niña censora que me había reprochado con un gesto mi chupito de ánimo en el coche. Tenía los ojos muy vivos, como si el resto de su cara ocultara algo que los ojos no conseguían disimular. Miré su escote con disimulo, su cintura, su espalda descubierta, su culo. Esa chica haría sufrir a más de un hombre en su vida. Todo su rostro era armónico, bello, sin ningún rasgo llamativo, salvo sus ojos codificados.
- Esta es mi mejor amiga, Leyre.
- Mucho gusto, son tus padre navarros? - pregunté sorprendentemente cohibido.
- No, por qué?
- Por el nombre. Es típico de Navarra - Maria sonrió confirmando mi afirmación.
- No. A mis padres les gustaba mucho una canción que se llamaba "Lady" pero como no sabían inglés creían que se escribía Leyre, como se pronuncia vamos.
Durante unos segundos no supe que decir, hasta que Cristina empezó a reír y Maria y yo la seguimos por simpatía. Vaya con la niña.
- Perdona tienes razón, era broma. Sí son navarros - afirmó sonriendo cómplice con su amiguita. 
Aprovechando que Maria y su primita se enzarzaban en un cotilleo continuo sobre el vestido de la novia y los arduos preparativos, Leyre me dijo al oído, sutilmente.
- Espero que me invites a un trago de eso que llevas ahí dentro.
- No pienso contribuir a que una niña se convierta en una alcohólica - dije con sorna.
- ja ja ja habló el anciano, deberías empezar a dejar los excesos, a tu edad ya se sabe...
No pude evitar la sonrisa. Aquella chica prometía mucho.
Os voy a ahorrar el coñazo de la ceremonia. El lugar inmejorable: la basílica de Santa Maria del Mar, rodeados de guiris y curiosos. Todo se desarrolló conforme el clásico guión de boda, con emociones varias, llantos, e incluso alguna leve lipotimia de un invitado de la parte del novio que dieron color al trámite. Las mesas se repartieron según estricto protocolo, que como de costumbre, sólo entendían los novios y sus padres. La media de edad de nuestra mesa superaba los cincuenta. Mucho bótox y silicona entre ellas y mucha carencia de pelo entre ellos. Poco me costó entablar conversación con el vecino de al lado. Un empresario de la construcción venido a menos que no había perdido los buenos hábitos y me invitó a unas rayas. Volviendo del baño con mi nuevo mejor amigo vi la mesa en que estaba sentada mi joven amiga. Sentada en la mesa de los niños, destacaba rodeada de Fanta naranja y pollo con patatas. Miraba fastidiada a la mesa de honor en que estaba sentada su amiga y hermana de la novia. No pude resistir acercarme.
- Te lo pasas bién con tus amigos? Leyre no me contestó, me miró con suficiencia y me pidió la petaca. Sin llamar mucho la atención vacié la petaca en su vaso de coca cola.
- No me vayas a denunciar.
Los platos se sucedieron tanto como el vino y los licores. Fui al baño siete u ocho veces con mi nuevo amigo mientras Maria me clavaba puñales imaginarios. Al final de la cena estaba más cerca del Nirvana que de la boda y procuré con todos mis esfuerzos mantenerme lejos de la estirada familia de Maria y de su postiza pose. Me encontré solo en la barra tomando copas hasta que Leyre se acercó a mí. No le costó convencerme de que le pidiera unas copas. He de reconocer que disfruté de su frescura, de su alegría aunque lamentablemente no recuerdo mucho de la charla. Le conseguí unos cigarrillos y la acompañé a la calle a fumar. La miraba embobado aspirar el humo del pitillo. Aún me quedaba algo de licor en la petaca y lo compartí con la niña. Simplemente disfrutaba de su compañía, no pensaba en nada más. Noté que su lengua se volvía trapo y la advertí de que no bebiera más.
Volvimos a la sala y vi como Maria seguía cumpliendo con sus obligaciones protocolarias. Que bien se le da parecerse a lo que se espera de ella, tan lejos de lo que realmente es. En un par de ocasiones me miró alzando el pulgar, gesto que le devolví con complicidad. Leyre seguía flotando a mi alrededor. Tan sola como yo. Me pidió que bailara con ella y no me negué. Se acopló a mi cuerpo, y yo la abracé dubitativo. Ternura, deseo, complicidad? Bailamos juntos mientras algunos nos miraban comprensivos y otros suspicaces. Leyre me pidió al oído si tenía algo de lo que había tomado con mi compañero de mesa. Me había observado y sabía que ninguno de los dos teníamos problemas de cistitis. Se apretó a mi cuerpo. Noté sus pechos, rocé su culo con las manos, observé nuestra imagen reflejada en un espejo y no vi a un hombre y a una niña. Vi a dos personas, a una pareja. Se me puso dura. Leyre no se incomodó. Se apretó más, buscaba notar con su cuerpo mi erección. Yo deslicé mis manos sobre su culo y lo noté duro, deseable. Estuve a punto de separarme, poner tierra y un par de copas de por medio, pero la chica se resistió. Me llevó al centro de la pista donde había más gente y sutilmente pasó su mano por mi polla. Me miró a los ojos y me susurró al oído.
- Parece que no me ves tan niña...

Sin parecer brusco me fui a la barra y pedí otra copa. Leyre me siguió y se recostó sobre mi. Noté como buscaba  contacto y puso su entrepierna sobre mi rodilla, una técnica digna de las mejores fulanas de cualquier casa de putas. Bebió un par de sorbos de mi copa. Vi como sus ojos estaba turbios, afectados por el alcohol, pero seguían mostrando decisión, personalidad.
- Te espero en el baño.
Me encorvé como pude para ocultar el bulto de mis pantalones mientras la vi alejarse hacia los servicios.
- Es vuestra hija? - me preguntó un señor mayor, que recostado en la barra seguía con la mirada a la niña.
- Es una pariente, nada más -
- Será toda una rompecorazones - concluyó el señor sorbiendo un brandy oscuro con pinta de muy caro. Apenas se dio la vuelta. Apuré mi copa y seguí las huellas de Leyre. No era yo, algo que me arrastraba. Busqué a Maria entre los bailarines y no la encontré. Mis pasos me llevaban sin remedio hacia los servicios.
Entré en el baño de las chicas. Una señora mayor se refrescaba en el lavabo. Esperé a que acabara y susurré el nombre de mi perdición cuando la señora cerró la puerta a mis espaldas. La puerta de uno de los baños se abrió y vi como unas braguitas negras caían al suelo, cerca de mis pies. No pensé más. Me acerqué unos pasos y vi a Leyre sentada en el inodoro, con las piernas abiertas. Me apoyé en la pared y la miré a lo ojos. Apartó la mirada pero no cerró las piernas. Mis ojos se recrearon en su coño. Caliente, mojado, ansioso, suave, deseable. Podría haber estado allí horas, días, pero me arrodillé y lamí con una pasada todo lo que pude, desde su culo hasta el poco vello que tenía en el pubis. Me excitó mucho ver su coño depilado y prieto. Mis inquietudes quedaron al margen y me entregué a comerle el coño con todas mis ganas. Intentó apartarme cuando se corrió por primera vez pero, siendo más suave, pude seguir entregándole a mi lengua aquella delicia. Después de correrse nuevamente se irguió y me desabrochó el cinturón. Yo estaba empalmadísimo y la coca me había dado esa rigidez adicional tan negativa a veces y tan buena otras ocasiones. La niña se metió la polla en la boca. Entera. Me la comió saboreándola. No para cumplir. Me pajeó, me lamió por todos los rincones y, lo más sorprendente, me miraba a los ojos, gozando de lo que hacía y como lo hacía. Estaba deseando correrme, acabar con aquello, dejarlo en un recuerdo morboso. Leyre me sentó en la taza del inodoro, se colocó bien la falda y salió al baño. Me dejó allí con la polla apuntando al techo, en la frontera de la fantasía y la realidad. Volvió en breve con un condón que había sacado de la máquina del vestíbulo.

Me sobresalté e intenté disuadirla. Le susurré al oído que debía guardarse para otra ocasión pero su respuesta fue concluyente.
- No vas a tener el honor de ser el primero.
Volví a abandonarme, me enfundé el condón y puse las manos en la cintura de la niña. Se subió sobre mi y se hundió mi polla entre las piernas. Estaba apretada pero tan mojada que no tardé en estar dentro de ella. Se movía con cuidado, con cautela. Sin duda había chupado más de una polla pero no era una gran amazona. Le marqué el ritmo con las manos y empezó a gemir. Tenía las mejillas sonrojadas, los labios entreabiertos y los ojos cerrados, entregada. Busqué sus pechos, su culo, ansioso de tocar, chupar y penetrar aquel regalo. Puestos a pecar mejor hacerlo a lo grande. Lamí sus pezones, pellizqué su culo, acaricié su coño abierto con mis dedos y me corrí cuando deslicé dos dedos en su culo. Al notar mis embestidas ella se aferró con fuerza y noté como se corría empapando mi pubis. Seguí lamiendo sus pechos y permanecimos así durante no sé cuanto tiempo. Oímos la puerta del baño batir en varias ocasiones. Abrir y cerrarse el grifo, el secador y la cisterna del baño. 

Olí su cuello y sentí la suavidad de su culo en mis manos. Volví a acariciar su coño con suavidad. La niña reaccionó con gusto y volví a jugar con su cuerpo mientras mi polla anestesiada seguía en su interior. Volvió a correrse en mis manos mientras gemía sobre mi cuello. Me llevé los dedos a la boca y sorbí con placer. Ella me miró sorprendida, con sus ojos de regaliz.

Salimos de baño separados. Yo volví a la barra y ella se sentó con su amiga. No pude quitarle ojo. Acababa de follar con una niña de quince años y no podía convencerme de que era malo lo que había pasado. Entre los invitados pude ver a Maria riendo, siendo la Maria que conocen en su familia, no la Maria que sin duda hubiera pagado por estar en aquel baño conmigo y Leyre.
Leyre me dio su teléfono - es para que lo tengas, no para que me llames - yo le dí mi número, falseando las dos últimas cifras. Muy a mi pesar no quería volver a asomarme al precipicio. No puedo negar lo que sentí. Me he masturbado volviendo a aquel baño. Me encantaría volver a follar con Leyre, pero algo me dice que no nos traerá nada bueno, ni a ella ni a mí.

Maria te acariciaré el coño después de que leas esto. No podrás engañarme y sabré si te has enfadado o si has lamentado no haber compartido a la niña. No he tenido valor para contártelo hasta ahora. Te enfadas?

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