lunes, 8 de diciembre de 2014

Yo confieso

La cosa va de confesiones. Confesiones en el sentido más cristiano de la palabra, de paso previo a purgar nuestros pecados mediante la penitencia. Con la Navidad acechando entre las farolas de nuestros pueblos y viendo cada veinte minutos al yonki que busca el décimo de lotería en el bar de Antonio, algo en mi interior se ha removido. He decidido contaros un secreto. En cada post os he contado algo escondido, normalmente aventuras que no me avergüenzan. Lo que os voy a explicar a continuación no tiene nada de lo que sentirse orgulloso, pero confío en vuestra absolución.
Perdí la virginidad dos veces, dentro de la heterosexualidad, separadas ambas por años y kilos de desvaríos. Sólo Maria sabe lo que os voy a contar. Busqué la redención contándole, sin mirarla a los ojos, el episodio que os voy a relatar. No la obtuve. Se levantó y me dejó ante un capuccino frío y los restos de las tostadas del desayuno.
Los que rondamos la cuarentena tenemos el defecto de asociar nuestra juventud a la Movida, a los ochenta. Aquella época nos quedó lejana, pero algo de su magia y buena prensa hace que nos guste su recuerdo. A pesar de ello la mayoría de las cosas importantes de nuestras vidas sucedieron en otra década aún por reivindicar. Una decena de años llena de ideas difusas, repleta de promesas sobre las que planeó la sensación de un fracaso inevitable. Hablo de los maravillosos años 90. Muchos hicimos equilibrios por manejar una vida decente durante el día, como estudiantes responsables, y una faceta descontrolada durante las noches del fin de semana. Eliminaría tantas cosas de esos años que no dejaría semana si un borrón en el libro de mis recuerdos.
Por aquel entonces muchos salíamos de casa el viernes o jueves y no volvíamos hasta el domingo a la noche, aunque en nuestra vivencia no fuéramos conscientes de las horas o los días pasados. Todo ocurría entre paredes, bajo luces y flashes, envueltos en humo y delirio. Tan solo veíamos la luz del sol para trasladarnos de una discoteca a otra a cientos de kilómetros en una ruta que se hizo tristemente popular. De mis compañeros de correrías no conservo a ninguno. El entierro de uno de ellos puso la señal que diversificó nuestros caminos. No nos hemos vuelto a ver.
Nunca fui de discotecas. Siempre me sentí más a gusto cuando se montaba alguna fiesta en casa de algún conocido o desconocido (la droga hace extraños compañeros de batalla) o en alguna masia o nave industrial abandonada. Tiempo más tarde las llamaron "raves" 
Entre mis compañeros de fechorías destacaba Lucas, que a pesar de su nombre bíblico es de los personajes más siniestros que he conocido. En aquella época nos surtía de todo tipo de drogas. Blandas o duras, todo estaba a su alcance. Al principio aceptó ese rol sólo entre los camaradas pero con el tiempo fue ampliando su campo de operaciones hasta convertirse en un pequeño camello de los aparcamientos de las discotecas. Siempre andaba liado con varias chicas que buscaban más su mercancía que su compañía. Recuerdo que en su tarifa incluía cuatro pastillas por una mamada en el coche. Esa promoción sólo era aplicable a la primera que la solicitaba y esta normalmente solía ser Sonia. Yo por aquella época debía tener 16 años. Aún no había follado. Me habían pajeado, chupado y hasta metido un dedo en el culo pero aún no había perdido la virginidad. No sé como me mantuve virgen en aquel entorno. Quizás esperaba algo parecido a un momento romántico. No fue así.
Unos conocidos habían preparado una fiesta en una casa de payés abandonada. Lucas se encargó de preparar uno de sus celebres potajes. En una olla vertíamos ginebra, ron, licor 46 o cualquier otro licor y algo de Coca Cola en una especie de tisana para salvajes. A continuación metíamos en el brebaje todo lo que lleváramos en los bolsillos, coca, speed, tripis, medicinas, aspirinas, saldeva...  de todo. Una vez metimos matarratas ante la teoría de un compañero de que "todo veneno en pequeñas dosis coloca" Recuerdo aquellos colocones con añoranza. La música se volvía densa, podía masticar la luz y acariciar los colores. Los latidos del corazón se sincopaban con la música y todo se volvía borroso, energético, impresionista. Estaba rodeado pero solo. Aislado, asediado por una atmósfera de plasma. Como inmerso en un cuadro de Pollock. Abandoné la sala más grande donde la música amenazaba con tirar abajo las maltrechas vigas de la masía. Y entré en el santuario donde reinaba Lucas el evangelista del ácido.
Sobre un banco de madera apoyado en la pared vi a una chica de las que rondaban a Lucas. Estaba recostada en el lateral del banco y sobre su regazo vi la cara blancuzca de Sonia. La muchacha parecía sostener a Sonia con cariño, le acariciaba el rostro y le apartaba los mechones de pelo. Sonia boqueaba y babeaba en el suelo. Pude ver, entre las oscuridad, el humo y mis gafas psicóticas, que estaba desnuda de cintura para abajo. Estaba retorcida, pero su culo estaba a la vista. Lucas se la estaba follando. Con el ritmo frenético del cocainómano, con esa falta de sentimiento del autómata, con la polla dura y fría untada en farlopa. Me quedé un rato mirando la escena mientras acompañaba el ritmo de la música y las embestidas de Lucas con mi pie. La muchacha que sostenía a Sonia como una especie de Pietà grotesca me invitó a acercarme. 
Lucas me saludó risueño y me empezó a explicar no sé que de la radio del coche, por absurdo que parezca nunca he podido olvidar aquella frase tan banal "que te juegas que el Jordi se ha dejao la radio puesta". Como si en vez de pies tuviera patines me deslicé hacia la muchacha que me empezó a meter mano bruscamente. Me bajó los pantalones e intentó masturbarme si éxito. Lucas seguía follándose a Sonia sin detenerse en su diatriba, sólo oía el runrún de su voz. Ni idea de que hablaba. Se buscó en los bolsillos y le tiró una bolsita con coca a la muchacha. Esta la cogió al vuelo y tras inhalar directamente en un par de ocasiones, se untó los dedos y siguió acariciándome la polla. Entro más gente en la habitación, muchos a pedirle suministros a Lucas que se corrió con un berrido entre charla y charla. Vi como se retiraba del cuerpo de Sonia y salió de la habitación con la polla colgando fuera de los pantalones.
Sonia no se inmutó y por primera vez escuché a la buena samaritana que sostenía a la comatosa "tu no te la follas? a ella le gusta..." Me acerqué al culo de Sonia, acaricié sus piernas y vi su coño húmedo, pringoso del semen de Lucas. Tenía la polla tan dura que en circunstancias normales me habría asustado. En un momento de lucidez rebusqué en mi cartera y encontré un condón de los de las máquinas de los bares. Me lo puse con facilidad aunque recuerdo la sensación del látex en los dedos de manera confusa. No dudé. No miré alrededor. No sentí la sensación de la vergüenza y la deshonra. La muchacha susurraba al oído de Sonia algo totalmente ajeno a lo que pasaba entre aquellas cuatro paredes y tras acomodarme sobre el cuerpo inerte le metí la polla sin esfuerzo. No noté placer, sólo una curiosa sensación de vuelta a casa, de calma. Aumenté el ritmo en busca de un placer que no llegaba. Una pareja que se besaba entró en la habitación sin vernos allí dentro, cuando se percataron de nuestra presencia se quedaron a mirar un rato hasta que se fueron tal como habían entrado, en un arrebato de pasión que yo no encontraba. Busqué los pechos de Sonia pero no podía encontrarlos así que manoseé las tetas de la buena samaritana sin que a ella pareciera incomodarle, es más, creo que no se daba cuenta. Me quité el condón y lo tiré a un lado, dudé viendo el culo desnudo de Sonia pero en el único acto de dignidad de aquella noche, me masturbé hasta correrme sobre las piernas desnudas de la chica.
Me fui directo al potaje piscodélico y bebí de la olla, con las manos. Seguí rondando por la sala horas y horas en un trance que nada tenía que ver con la perdida de la virginidad. Ni asomo de vergüenza. Ni rastro de empatía por mi involuntaria amante. Nada. El fin de semana siguiente volvimos a coincidir con Sonia. Aquella noche se folló a otro par de amigos, esta vez conscientemente. Me ofreció ser el siguiente en participar, pero me negué. Durante meses Sonia fue el juguete de mis amigos y mi aventura se esfumó entre los desmanes de la muchacha. Su actitud hizo que la culpabilidad no se mostrara hasta años más tarde. Tan sólo hice lo que tocaba, lo normal.
Pasado el tiempo, acabada esa etapa oscura, tapié en mi mente el acceso a la sala nebulosa de la masía. Aquello no había pasado, el bochorno me impedía recordarlo. Intenté saber que había sido de Sonia pero hacía demasiado que le había perdido el rastro a todos mis compañeros de correrías. Es curioso qué barbaridades podemos aceptar dependiendo del entorno en que nos movamos. Sólo una cama, unas velas y un amor juvenil me hicieron superar aquella escena dantesca. Quizás por aquel traspiés mi segunda primera vez tuvo todos los ingredientes de una noche romántica. Todos excepto la verdad. No fui capaz de contarle a aquella muchacha que no era mi primera vez. No tuve el valor de contarle que durante un tiempo fui un monstruo. Sólo he podido quitarme la careta con Maria, la única persona que puede perdonarme o condenarme. Ahora también los sabéis vosotros. Seguro que también tenéis algo que olvidar y confesar antes de juzgar a los demás, verdad?

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